Le tengo miedo a la noche.
Pero sólo a veces. Quizá incluso me confunda de enemiga, y sólo tenga miedo de mí misma.
Cuando la noche me encuentra despierta es un triunfo. Un triunfo de la vida sobre la muerte. Se oculta el sol, y la luz deja paso a las sombras, vences al sueño, persiguiendo otros muchos que se te escapan a menudo como peces de jabón.
Bajo diferentes efluvios, parece que la gente escucha, porque nadie tiene prisa , ni hablan por teléfono, ni comen, ni oran et laboram.
Pero hay veces que sólo lo parece.
Hay que tener cuidado, la noche puede devorarte a tí y entonces ¡ñam!. Feliz empacho.
La comunicación profunda es importante, liberadora, hay que practicarla más. Como tantas otras cosas.
Porque lo que no se habla, o no se escribe, no existe, y empieza y muere donde empieza y acaba uno.
Llega el día, hay cosas que hacer, todo el mundo está ocupado. Se está cansado, o no se tiene tiempo.
Nadie escucha, nadie se para a contemplar, ni a contemplarse. Sumidos en el trance urbano que nos facilitan las nuevas tecnologías, caminamos abotargados por la música y prestando atención a nada, mirando al suelo.
Cuando eres adolescente, siempre hay alguien dispuesto a pasar largas tardes contigo enredándose en palabras, al fin y al cabo, a esa edad se tienen los mismos problemas, las mismas inquietudes. Incluso esa chica que conoces en la fiesta se puede convertir en tu mejor confidente en cuestión de horas, o de minutos.
Luego te haces mayor y tu cabeza muta en una suerte de cajón desastre, abarrotada de vivencias, recuerdos, calcetines sueltos y cuadernos a medio escribir. Ya no te sirve cualquiera.
Llega la tarde, y si me vence el sueño, entonces de nuevo le tengo miedo a la noche.
Porque no hay para mí nubes de algodón de azúcar ni mayordomos de Tenn, todo son terrores nocturnos, aguas turbulentas, tsunamis, catástrofes naturales, presencias malignas al acecho, que me dejan al borde de la ruptura psíquica.
Aunque duermas acompañado, al cerrar los ojos, como un pesado telón que te separa del mundo, te encuentras sólo. Nadie puede acompañarte en el sueño, ni ayudarte a luchar contra los monstruos, nadie te coge la mano para escapar del desastre...
Nadie ha inventado todavía esa máquina.
Una vez escribí a alguien que todos nos sentimos solos, en cierta manera, porque además, tendemos a mantener relaciones superficiales, a no ahondar demasiado en las motivaciones, necesidades o deseos del otro, ignorando su mundo interior. Ni siquiera con las personas más próximas.
Pero cuando alguien te abraza, y no sólo abraza tu cuerpo, sino que te abraza abarcándote en toda tu complejidad, la soledad se disipa y la plenitud no deja lugar a ninguna duda. Ese abrazo confirma la certeza absoluta de que no estás solo . Y una vez alguien te lo da, no te sirven los abrazos a medias.
Ahora he aprendido a conformarme con pellizcos de complicidad, como si se trataran de las migajas de un sabroso pastel.
Le tengo miedo a la noche, o es que la noche me tiene miedo a mí. Pero eso no puede ser, porque si así fuera no me tendría en vela como una amante celosa. Me dejaría descansar sin sobresaltos.
También le tengo miedo a la muerte, y ojalá ella sí que me tuviera miedo a mí.
Le tengo miedo a la noche pero le pido, como Julio Iglesias, que no se rompa, por favor que no se rompa.
Le tengo miedo a Pipi Estrada y a su peinado con raya enmedio y bucles, le tengo miedo a un Hormigas Blancas de mis veranos en Torrevieja y a un montón de cosas más.
Una noche de estas, espero poder contárselo a alguien, y que me de un abrazo en vez de un pellizco.
Ay, traemé los cuennos, Paco.... , traemé los cuennos.
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