(un artículo de Javier Reguera)
Los posibles métodos con que nos enfrentamos a la vida diaria casi siempre nos exige simplificar nuestra terminología en pares de contrarios, dicotomías, incluso maniqueísmos que favorezcan una visión de las cosas del mundo tranquilizadora y excluyente. Es, si acaso, una necesidad para aliviar el acontecer social. Sólo el arte podría congeniar dos conceptos opuestos, transmitirlos bajo una misma envolutura estética. De ello hay pruebas más que sobradas en su historia. No hace falta remontarse a la lejanía para esgrimir que lo que el arte ha tratado de experimentar a través de sus auditorios potenciales son las reacciones de una emoción ante los objetos, telas y materiales que produce, a veces como el escrutinio de paradojas que infringen en los ojos de quien mira una punzada insostenible. Ana Elena Pena, artista instalada en Valencia, pertenece a aquella estirpe de creadores que no se resignan a itinerar por lugares comunes, más bien se adentra entre los pliegues de lo social para dilucidar lo que aún no ha sido presenciado, o habría que decir reprimido, oscurecido por la norma.
La sexualidad y sus tabués, el erotismo que acuerda con la muerte una explanada habitable, el humor ante los cataclismos de la violencia y lo siniestro, la sangre y la inocencia, todo ello materializa un lado de la obra de Ana Elena Pena que hace asequible al auditorio su estado de rebeldía contra lo obvio, donde la perversión es un juego para el arte y el arte no podría conformarse con dibujarlo. Pero no imaginemos definiciones: más allá hay otras palabras. Perversión es, en este sentido, transformar hasta extraer de lo evidente, tras el subsuelo, aquella parte del cuento que había sido explicada con una metáfora, en la simbología; aquello en lo que no pensamos porque se nos ha prohibido decir. De ahí quizas que no haya querido limitarse a una solo opción: su arte abarca pintura, cómic, diseño, cabaret-teatro, música, espectáculo y todo aquello que pueda clavar en el corazón un sentimiento distinto. De ahí también que sus temas se sustenten en el levantamiento del tabú, en las macabras intenciones que cimentan las fábulas infantiles, en el sadismo de los cuentos de hadas y la subversión de los patronos femeninos correctamente delimitados por las industrias culturales al uso.
Ana Elena Pena ha elegido recorrer los trasfondos de un mundo que no soportamos porque habla de nosotros mismos sin censuras. Supone un golpe a la conciencia, y en ella se ha de esperar, tras la sacudida, que el propio arte recupere su función de rebelarse contra los significados, contra el diccionario. Si el tabú supone una forma de control social, su obra rebasa el umbral por el que cualquier expresión del tabú puede encontrar una manifestación en el arte.
El delito de Ana Elena Pena es poetizar materia tan delicada. Pero su poética no busca la belleza canónica, tal como la evidenciamos en los modelos de consumo o las vallas publicitarias. Concilia lo siniestro y lo bello, patrón que ha pervivido como subcultura y ha tomado características diferentes en lo bizarro, la estética gótica, la fotogenia alternativa de las modelos cyber-pinup, el movimiento Pánico y su fijación en las ilustraciones de Roland Topor, el freak-out que Frank Zappa trasladó a la cultura del rock, el grand guignol que evoluciona hasta el cine-gore contemporáneo, la cinefagia underground de John Waters, y, como ya quedó dicho, el cuento infantil tradicional y sus escaramuzas para narrar veladamente el sadismo y la violencia. De todo ello hay en la obra gráfica de Ana Elena Pena. Su cómic de 1997-1998 ¿A quién ama Eggy Crash? [incluido en su fanzine homónimo] remite al Marqués de Sade, a las fabulaciones recopiladas por los Hermanos Grimm y a los cuentos de Perrault, mientras que My Sweet Cinderella, cómic que lleva a cabo una lectura paródica del cuento de La Cenicienta, exterioriza los aspectos sexuales reprimidos por el lenguaje de esa misma tradición. En la colección de muñecas barbie, Sweets and needles, le da la vuelta a la iconografía femenina y su tipología clásica, donde el fetichismo y la sexualidad son utilizados como elemento de transgresión. Con la pintura se explaya en una visión de la religión que funde el martirio y la simbología sexual. En fotografía y series tan arriesgadas como Recuerdo de mi primera menstruación exige del espectador una complicidad difícilmente asumible si no es por mediación de la ironía y el humor.
Esa ironía la desarrollará con mayor detenimiento en aquel otro lado de su actividad artística que se regocija en músicas variadas y tablados de café-teatro. Pues Ana Elena Pena, como cantante, compositora y cabaretera bautizada bajo el pseudónimo de Cenicienta Superstar o Sissy Felatriz, traduce algunos detalles descritos en su obra gráfica a las bambalinas de un espectáculo vibrante, igual de transgresor. No sólo eso. Suma el escenario donde da paso a un personaje irreverente que se atreve con cualquier genéro. Bajo los focos se resarce en sarcasmos y lecturas copleras barnizadas por el pop electrónico, canciones llenas de candor y humorismos que va desplegando a partir de su propia figura, en la parodia y el burlesque, en el atuendo y sus gestos.
En esta faceta, se hace rodear de músicos procedentes del electro-pop como Rúdiguer y Juli Mekánika, pero sobre todo se arrima al público con la complicidad de quien ha decidido pervivir en fabulaciones más verosímiles.
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