
Me enamoré de una chica, la amasé durante largo tiempo con mis propias manos y la convertí en mi mujer.
Al principio su piel era firme y dura, se resistía a mis envites, pero poco a poco, a cada encuentro, fue cediendo cada vez más a la insistencia de mis dedos.
En su carne grabé pellizcos, abrazos, besos imperceptibles, mordiscos, pero a ella nunca le importó que la marcara de este modo, hasta las moraduras le supieron a dulce.
Ella también me fue amasando a mí, lentamente, con absoluta entrega y adoración, pero yo no huelo a pan recién hecho, a flan de vainilla y melocotón fresco.
Cuando la sorprendo dormida, podría devorarla sin miramientos, porque siempre parece haber alcanzado el punto justo de cocción.
Sus pechos ofrecen cada vez menos resistencia a mi presión, sus nalgas, su espalda, su vientre...
Parece querer engullirme toda ella cuando le digo:
-Ahora...ahora...
Somos dos esqueletos cubiertos de piel blandita y caliente que late al mismo tiempo y se detendrá en el mismo punto, una piel que quiere arrugarse, desprenderse y ser pasto de los gusanos, porque estoy loco por sus huesitos y ella también lo sabe. Nos amaremos como esqueletos y asustaremos a los vivos haciendo castañetear nuestros dientes...
No estaría mal, pero no, esa no es la muerte que yo quiero. No es lo que había programado.
Quiero que nos reduzcan a cenizas y nos arrojen por un acantilado. Hastiados de este mundo, al fin podríamos volar, juntos, como Superman y Lois Lane sobre la noche de Nueva York. Yo la salvaré de caer al mar, porque al fin y al cabo, ella me ha salvado en vida muchas veces, aunque por una cuestión de estúpido orgullo jamás quise admitirlo.
Me mirará (aunque sin mirarme) como a un héroe, y así emprenderemos nuestro último viaje juntos.
-¡Agárrate fuerte , nena!